“Algún
día vas a entrar con tu traje y tu corbata a Tribunales, ¡vas a ser
reconocido!, vos haceme caso”, me dijo Ramón. Ramón me quiere mucho, yo me doy
cuenta. Debe ser porque los abuelos no son abuelos, sino dos
veces padres.
Hoy
me acordé de Ramón y de ese anhelo pueblerino que tenía de verme enorme. La
copia de M'hijo el dotor me miraba
desde la repisa y qué orgullo hubiese sentido Ramón si me hubiese visto
contando fojas. Pero no, qué fojas ni fojas. Me dolía un poco que sobre la mesa
no hubiese sellos, ni expedientes, ni rastros de tinta. Me dolía un poco estar
contando fetas de queso.
Mamá
siempre decía que la pobreza te hace ingenioso y aunque no necesitara demasiado
ingenio para montar un pebete de jamón y queso, venderlos era otra historia.
La
gente en la calle es desconfiada: andá a saber de dónde sacó el jamón, andá a
saber a cuánto compró ese queso, andá a saber si se lavó las manos antes de
envolverlos.
A
veces quisiera que sepan lo temprano que me levanto para que Julio me dé a mí
el mejor pan, o que contaran conmigo los minutos eternos de fila para conseguir
el muzzarella de buena marca un poquito más barato, mientras espío los carritos
de los demás, llenos de postrecitos de chocolate y vinos que jamás podré
invitarle a Ramón, que postrado en su ranchito de chapas todavía me piensa de
traje y corbata y jamás soportaría esta realidad que aprieta más que la cofia
que uso para que los pelos no se me vayan con los sánguches.
Los
Tribunales de la calle Rojas se parecen un poco a un complejo de viviendas
abandonadas, con los aires acondicionados destartalados escupiéndole aire
caliente al mediodía. Subí los escalones con el sol pisándome los hombros con
tanta crueldad, que me sentí una hormiga negra bajo la lupa cínica del chango
que se escapa al patio porque no quiere dormir la siesta. “Si vendo mucho, me
doy el gustito y me compro una Coca”, pensé.
A
la hora del almuerzo, los empleados largan mate, fojas y teclados y se escapan
hasta algún barcito a comer frituras. Golpeé muchas puertas que no se abrieron
y sonreí sin ganas a través de las ventanillas desde donde me miraban con un
poquito de pena y otro poquito de asco. Pero no me importaba. La pobreza te
hace ingenioso, pero también te hace corajudo.
Muy
rico todo, decían algunos. Volvé mañana, me pidieron otros. Había vendido casi
todo y aquello me alivió más que los dos minutos de aire acondicionado que me
regaló la señora que me hizo pasar a su oficina para darme la plata.
No
me imagino cuán boba habrá sido la sonrisa que se me había dibujado en el
rostro. Iba saliendo con el peso de los billetes en el bolsillo y esas ganas
que no se me iban de tomarme una gaseosa y supongo que habrá sido por eso que
cuando el cana me pegó el grito, me asusté tanto, como si recién me hubiese
despertado y la pieza estuviera en llamas.
─¿Qué
está haciendo, señor? ─ me dijo. ─¿Usted no sabe que acá está prohibida la
venta ambulante? ─me reclamó. ─Retírese, retírese.
No
alcancé ni a pedir disculpas. Me hubiese gustado que al menos me pidiera por
favor. “Retírese, por favor”, podría haber dicho, pero nadie le pide por favor
al pibe de los sánguches.
Ese
día dormí tranquilo porque pagué la pieza y me tomé la coca y hasta me alcanzó
para un helado. Estaba contento, tan contento que al otro día no me costó nada
levantarme temprano para buscar el pan calentito en lo de Julio. Tan contento,
que los carritos de supermercado ajenos llenos de chocolate y vino, no me
importaban ni un poco.
Canté
mientras cortaba el pan y canté un poco más mientras contaba las fetas y a lo
mejor los vecinos de la pensión pensaron que me había vuelto loco, pero qué
importaba.
Esta
vez me avivé y fui para Tribunales más temprano. Vendí muchos sánguches, más
que el día anterior. Algunos de los empleados me estaban esperando. La señora
del aire acondicionado me hizo pasar de nuevo, me ofreció un vaso de agua frío
y me dijo que qué rico pan, que dónde lo había comprado. “Andá a saber dónde
compra el pan” le habrán dicho, y tuvo que preguntar. Yo le conté de Julio,
pero no me animé a decirle que me hacía ir a las seis, ni que la panadería me
quedaba a diecinueve cuadras. No quería que sintiera pena por mí.
Me
habían quedado ocho sánguches, seis de jamón y queso y dos de queso y verduras.
Iba saliendo con los ojos en la canasta y la misma sonrisa boba cuando me
choqué de frente con ese muro de tela azul marino que era el cana del día
anterior.
─Escuchame
una cosa, negro de mierda ─me dijo─ ¿No te dije que no aparezcas más por acá?
¿Querés quedar demorado? ¿Sos sordo o sos mogólico?
“Soy
pobre”, quise decirle, pero no pude, porque cuando abrí la boca, el oficial
agarró la canasta con una mano y mi brazo con la otra y me acompañó hasta la
salida. Acompañar es una forma de decir, no sé cómo se dice cuando te llevan
hasta la puerta de un lugar para echarte, mientras te repiten una y otra vez
que la próxima vas preso, que la próxima te matan, que total nadie va a
extrañar a un negrito retobado.
Cuando
llegamos hasta las escaleras, el empujón casi me hizo rodar hasta la calle.
Giré para pedirle mi canasta y lo vi agarrar uno a uno los sánguches que me
habían quedado y estrellarlos contra el pavimento hirviendo. Los pisó con las
botas, como si fueran colillas de cigarrillos. Me dio mucha lástima porque la
comida no se tira y porque en mi casa no había otra cosa para cenar a la noche,
pero peor es terminar preso, así que junté mi canasta y no dije nada.
La
pobreza te hace ingenioso, y el ingenio es un gran aliado cuando a uno le
extinguen un poco el coraje.
Tenía
que hacer algo para volver a Tribunales, que para mí era como una mina de oro
llena de señoras con blusas de modal y hambre de sanguchitos.
El
que me prestó la corbata fue Julio. Me dijo que se la cuide, que era de la
comunión del hijo. Planché como pude la única camisa que tenía y lustré
desesperado el par de zapatos que heredé de Ramón. Cambié la cofia por el pelo
peinado al costado, con una raya bien prolijita, y pinté de negro las letras
blancas del maletín de lona que conmemoraba aquel XXIII Congreso Internacional
de Ortodoncia y Periodoncia al que había asistido como camarero a la hora del
café.
Llegué
al edificio poco después de las doce.
─Buenos
días, doctor ─ me dijo el mismo cana de siempre. Cómo se nota que ni te miran a
la cara cuando te fajan, pensé. Con no tener ropa de negro alcanza para pasar
desapercibido.
─Buenos
días, ¿lo puedo ayudar?, ─me preguntó la señora del aire acondicionado.
─Sí
que puede ─le dije yo, y ahí nomás abrí el maletín lleno de sanguches.
Ella
quería preguntarme si yo era yo, pero no pudo, porque con la carcajada que le
explotó entre los dientes chuecos alcanzó para que todos sus compañeros se
acercaran a ver qué pasaba.
─¡Este
es el pibe de los sánguches! ─exclamó una, dejando el catálogo de cosméticos
sobre el escritorio.
─¿Qué
haces así vestido? ─ preguntó otro, cebándose un mate que de lejos se notaba
que estaba bien lavado.
─¡Les
presento al doctor Sandwich! ─dijo la señora del aire acondicionado, y todos
nos reímos un montón.
Me
hicieron pasar y les expliqué que la venta ambulante estaba prohibida en el
edificio. Ellos me dijeron que no hiciera caso, que los canas hacen eso porque
a ellos no les dan permiso de parar para comer. “Yo qué culpa tengo”, pensé,
acordándome del queso fundido entre el borceguí negro y el cemento hirviendo de
las dos de la tarde santiagueña.
“Algún
día vas a entrar con tu traje y tu corbata a Tribunales, ¡vas a ser
reconocido!, vos haceme caso”, me había dicho Ramón. Y Ramón tenía razón,
porque los abuelos son padres dos veces.
Sigo
yendo a Tribunales de traje y corbata todos los días, aunque ahora no me haga
tanta falta. “Ahí viene el doctor Sándwich”, dicen cuando me ven asomarme a la
ventanilla. Todos me conocen y me dicen “hola” cuando me ven pasar, aunque no
compren. “¿Cómo le va doctor? “¿Le queda algún expediente de jamón y queso?”,
preguntan, y ellos se ríen y yo sonrío con ese mismo gesto bobo de siempre.
Me
gusta ir a Tribunales para acordarme de ellos, sí, pero también para acordarme
de mí. El hornero no se olvida del nido que construyó metiendo las alas en el
barro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario