CÓMO TRIUNFAR EN
—Es una buena chica —decía yo.
Lo decía todos los días, probablemente tres veces
por día cuando los demás se quejaban de que era lerda, distraída, medio opa, de
que aparecía dónde menos uno se la esperaba porque caminaba como los gatos, y
de que estaba siempre en el camino de alguien.
—Es una buena chica —decía yo, y agregaba para mí
mismo: —Irremediablemente tonta la pobre.
Es que mi hermana mayor, el Señor la tenga en Su
santa gloria, era insoportable: monstruosa, indescriptiblemente insoportable.
Mi hermana mayor, doña Raquel del Santísimo Rosario Fidanza Rojas de Garay
Elgorralde, Raquelita para las amistades, y Quelita para los íntimos, era
mandona, gritona, mal educada, desconfiada, maliciosa, avara, fanfarrona y
alguna otra virtud que me dejo en el tintero. Pero ella la aguantaba porque era
una buena chica; y no la aguantaba por el sueldo, que era, como decía mi
sobrina Marta, decente. Lo
cual, para cualquiera que haya conocido a mi sobrina Marta, significaba miserable.
La aguantaba porque era una buena chica, y una
buena chica aguanta lo que sea y hasta acepta todo con gusto. Mi hermana
Quelita le gritaba porque el chocolate del desayuno estaba frío o estaba
demasiado caliente; porque las almohadas no estaban bien arregladas, porque
entraba demasiada luz, porque entraba poca luz, porque no tenía a mano las
pastillas, no, ésas no, las otras, y las gotas, y el vaso de agua y la bolsa de
agua caliente y el libro que había estado leyéndole ayer y los mitones y el
rosario y vaya uno a saber qué más. Ella tenía puesta en la cara una
semisonrisa casi etérea o habré querido decir eterna y deslizaba un:
—Sí, señora, no se preocupe, ya se lo arreglo.
Lo arreglaba y después se sentaba y le leía
durante horas, sin cansarse, sin protestar, sin pedir permiso para ir al baño.
Más que una buena chica era una santa. Irremediablemente tonta pero santa.
A las doce y media Quelita se levantaba y su
toilette para bajar al comedor hubiera hecho poner verde de envidia al Rey Sol.
A la una y cuarto entraba al comedor, a la una y media empezaba a almorzar con
la familia, y supongo que ese bienvenido intervalo le servía a la Chuchi para comer,
descansar, dormir, coleccionar tarántulas, tocar el clarinete o lo que fuera lo
que hacía con su vida. A mí me gustaba pensar que se encerraba abajo en el
cuarto de la caldera y aullaba insultos, improperios y maldiciones contra
Quelita mientras golpeaba las paredes con sus puñitos cerrados. Y que a las
tres, con su carucha de siempre, ya tranquilizada su alma, volvía arriba y
acostaba a Quelita para la siesta.
Probablemente no. Probablemente comía tranquila
en la antecocina, sopa de tapioca, puré de papas o alguna otra cosa por el
estilo y chuño de postre, y después se sentaba en la galería a esperar que
sonara la campanilla en el dormitorio de Quelita.
Pobre chica. Hacía dos años y unos meses que
aguantaba. Marta la había tomado cuando yo estaba en Europa y de verla nomás
había pensado:
—Ésta no nos dura ni dos meses.
Que era lo que nos había durado la anterior, una
amazona aguerrida con cara de bull-dog en la que habíamos puesto nuestras
mejores esperanzas y que se había declarado vencida después de un desagradable
incidente con una escupidera del que es mejor no hablar. La predecesora de la amazona
había sido una gorda plácida y rubia que había durado, creo, una semana y
media. Antes había habido otra de cuya cara ni me acuerdo pero que duró casi
cinco meses, todo un récord. Y antes, bueno, un ejército de mujeres flacas,
gordas, petisas, altas, viejas, jóvenes, brutas, cultas, criollas, gringas y lo
que fuera, se confunden en mi memoria, todas huyendo aterradas y ofendidas, con
la valijita en la mano izquierda y apretando con la derecha un pañuelo hecho un
bollo contra la nariz y la boca.
Cuando volví y fui a visitar a mi hermana, Marta
no me dio ni los buenos días. En cuanto me vio dijo:
—¿Sabés cuánto hace que está?
Mis pensamientos no tienen la agilidad del rayo:
siempre he sostenido que para qué molestarse si los otros terminan por decir lo
que quieren, que en general no es lo que uno quiere oír, pero entendí
instantáneamente:
—¿Cuánto?
—Siete meses.
Suspiré:
—Esta vez la pegamos —pensé dos segundos—. ¿Cómo
es?
Suspiró ella:
—Tranquila. Calladita. Limpia. Eficiente —pausa—.
¡Me saca de quicio! Me la encuentro en todas partes, camina como gato, se
sonríe de costadito y dice disculpe señora, perdón señora, con permiso señora,
yo no sé, es una especie de fantasma ubicuo porque también le hace compañía a
mamá, no sé, no sé, me desorienta un poco.
—¿Es vieja?
—Pero no. Es joven, casi te diría que muy joven.
—¿Cuántos años?
—Qué sé yo, dejáme de embromar.
—¿No viste la cédula?
—Sí, pero no me acuerdo. Veinte, diecinueve,
veinticinco, algo así.
Dos días después empecé a decir:
—Es una buena chica.
Se llamaba Natividad, Natividad Lavallén. Toda la
familia empezó diciéndole Natividad. Al poco tiempo los chicos le decían Nati y
Marta estaba a punto de contagiarse cuando Matildina que tenía ocho años dijo
un día:
—Es una chuchi.
Y todos le dijeron Chuchi de ahí en adelante.
Todos, incluso Eliseo que es el tipo menos inclinado a los apodos que pedirse
pueda, Chuchi de aquí, Chuchi de allá. A ella parecía gustarle. Por lo menos,
no protestó.
Esa mañana, me refiero al día en el que me enteré
de su existencia, subí al cuarto de Quelita, le di un beso, le dije que la veía
espléndida, ella bufó y me dijo que se iba a morir pronto y que el doctor
Iraola era un inútil y yo le dije que cuánta razón tenía pero que por favor no
se muriera todavía, al menos no hasta que yo no le hubiera contado mi viaje. Y
mientras tanto la miraba de reojo para ver cómo era.
Quelita dijo:
—Sentáte ahí y contáme, no, ahí no, en la butaca.
Sí, ahí, váyase, Chuchi, ¿no ve que molesta? y cierre bien la puerta que
siempre la deja medio abierta, digamé, ¿no será que pone la oreja para oír lo
que yo digo acá adentro?, no, no me diga que no, todas ustedes son iguales, si
lo sabré yo, vaya, vamos, qué hace parada ahí como una boba, espere, tráigale
una copa de oporto al doctor, y no le vaya a dar al trago mire que yo sé hasta
dónde están las botellas, en bandeja con carpeta almidonada pídale a Ignacia,
vamos, y servilleta no se olvide, vamos, vaya, vaya.
—Sí, señora, enseguida —dijo la Chuchi con una sonrisa como
si le hubieran dicho un piropo y salió cerrando bien la puerta.
—Bueno, a ver, contáme.
—Quelita, por favor, ¿no podrías dejar de hablar
de mí diciendo "el doctor"?
—Qué hay, ¿acaso no sos doctor vos?
—Sí soy. Tengo el título porque papá se empeñó,
pero no ejerzo, no soy doctor, no me gusta ser doctor.
—A vos lo que te gusta es la buena vida.
Tuve que asentir. Y después de asentir empecé con
Lisboa. Había llegado a Santiago de Compostela cuando entró la Chuchi con la copa de
oporto en una bandeja, servilleta, carpeta, todo impecable.
—Esa copa está sucia —dijo Quelita.
—Quelita, hacé el favor —dije yo.
Pero no hubo nada que hacer. La Chuchi entró con otra copa
impecable cuando yo rozaba los Alpes en el auto de los Rendon. Antes de que
Quelita abriera la boca para decir que la carpeta estaba arrugada o que la
bandeja era demasiado grande, demasiado chica, demasiado redonda o vaya a
saber, salté al ruedo:
—Isabelle sigue siendo la misma tonta de siempre.
Quelita se relamió mientras se remontaba a la
abuela materna de Isabelle:
—Ridícula, querido, era una ridícula. También,
hay que saber de dónde venía, porque ella decía que era hija de Ruy Aldanza y
su primera mujer, ¿te acordás de los Aldanza?, pero yo sé, porque me lo dijo
Bernardita Holm, que…
Y siguió así mientras la Chuchi se escabullía. Me tomé
el oporto, oí las crónicas familiares de media Europa y la Chuchi volvió para vestir a
Quelita sin que yo hubiera podido llegar a París.
Me levanté, fui a la puerta, puse la mano en el
picaporte y dije:
—Hay un poco de olor a —me arrepentí pero ya era tarde.
—Sí—dijo Quelita mientras se sacaba la cofia—, la Chuchi pinta. Se entretiene
y no me deja sola mientras descanso.
—Qué bien —dije, y salí pitando, no fuera que
Quelita empezara a protestar por el olor a aguarrás.
Pero no. Ni ese día ni los siguientes protestó;
al contrario, como al pasar comentó que era olor a limpio.
La historia era la siguiente: a Quelita no le
bastaba con exprimirla a la
Chuchi. De vez en cuando la mandaba a ayudar a alguien a
hacer algo que ella después supervisaba: arreglar los roperos de los chicos,
guardar la ropa de invierno, poner orden en el armario del office, lustrar
cubiertos o teteras o azucareras. Eran cosas que se hacían en las raras
ocasiones en las que Quelita salía: visitas de pésame, misas especiales,
cementerio, todas circunstancias en las que la Chuchi no era presentable.
Y Quelita sostenía que no había que permitir que la servidumbre se aburriera y
encontraba diversiones para todos y especialmente para la Chuchi.
Cuando Quelita llegaba de vuelta, la Chuchi le sacaba el
sombrero y los guantes, le guardaba la cartera, y la llevaba a ver los armarios
o la ropa doblada o las cucharitas de café lustradas.
Un día, como en los cuentos, la Chuchi dijo:
—Y vea, señora, lo que encontramos Yolanda y yo
en el altillo sobre el garaje.
—Esteban —dijo Quelita.
—Esteban —insistió Quelita—. Vaya a llamar a la
señora Marta enseguida, vamos, muévase, Chuchi, ¿siempre hay que repetirle las
cosas a usted?
Esteban estaba muerto hacía como veinte años y
era leyenda o poco menos.
Se había ido a París muy joven y había estudiado
no me acuerdo con quién y había vivido la loca bohemia y fumado opio y tomado
ajenjo en los cafés y se había enamorado de cantantes y de bailarinas y de
putas finas y de las otras y se había agarrado el mal francés como corresponde
y además una buena tisis como también corresponde. Había vuelto derrotado,
barbudo, maloliente, flaco, pobre de dinero pero rico de experiencia como dijo
al desembarcar, cargado de telas en blanco y de telas pintadas por él y por sus
amigos. Todos unos vagos atorrantes descastados y viciosos como había
dictaminado Quelita que era joven entonces pero ya apuntaba como jefa de la
tribu.
Esteban se había muerto tuberculoso al poco
tiempo y Quelita había hecho quemar la ropa, las sábanas, los papeles y hasta
la valija, y alguien había guardado las telas en blanco y las pintadas en el
altillo.
—Hay que tirar toda esa porquería —dijo Marta.
Cualquier día. Si alguien decía que había que
hacer algo, Quelita sostenía que había que hacer lo contrario. De manera que la Chuchi y Yolanda guardaron
las telas y no se habló más del asunto.
No, me equivoco. Lo que pasa es que no sé cómo
fue y nadie pudo nunca explicármelo.
Parece pero solamente parece, que una tarde
Quelita se enojó más de lo que acostumbraba porque al despertarse de la siesta
tuvo que llamar dos veces, ¡dos veces! a la Chuchi para que la ayudara a levantarse y
vestirse para el té. La Chuchi
aguantó como aguantaba todo porque era una buena chica, y cuando pasó la
tormenta dijo que ella podría quedarse en el cuarto de Quelita mientras Quelita
dormía.
—De ninguna manera —dijo Quelita—, faltaba más.
Usted porque es una haragana que no se molesta en venir rápido cuando la llamo.
Vea si va a estar ahí sin hacer nada mientras duermo, qué barbaridad.
Entonces, no sé si ese mismo día o al otro o al
otro, porque si algo tenía ella era sentido de la oportunidad, la Chuchi sugirió la
antecámara. Parece que le dijo a Quelita que ella, la Chuchi , había estudiado
dibujo y pintura, y que entonces podía aprovechar las telas que estaban
guardadas y hacer algunos bocetos mientras ella, Quelita, dormía.
No sé cómo se las arregló, pero la cosa es que
Quelita aceptó. Se me ocurre que debe haber pensado que no la podía poner a
coser porque para eso estaba la costurera que iba dos veces por semana, ni a
lustrar las cosas de plata porque para eso estaban Yolanda y Jesusa, ni a
limpiar las alhajas no fuera que le fuera a robar alguna, y que así la tenía
más a mano para mandonearla. La cuestión es que la Chuchi puso unos diarios
viejos sobre la mesa oval y empezó a dibujar las telas en blanco.
Un horror, para decir la verdad, un verdadero
horror. Marta dijo:
—Qué bonito —frente a un paisaje de patio con
aljibe.
Quelita ni se dignó mirar.
Marta le compró pinturas, aguarrás y pinceles a la Chuchi a ver si la cosa
mejoraba.
Por un par de días todos esperaron el estallido
de Quelita quejándose del olor a pintura o a aguarrás, pero ella dijo que
estaba bien, que era olor a limpio.
—Pero eso sí, no se haga ilusiones, Chuchi, no se
crea que con esa tontería de la pintura usted va a dejar de lado sus
responsabilidades, que las tiene, y muchas, y nunca las cumple a mi gusto.
—No, señora, no se preocupe —dijo la Chuchi con una sonrisa.
—Todos los pintores son unos holgazanes
indecentes que lo único que quieren es estafar a la gente honrada con unas
pinturitas que cualquiera puede hacer si se lo propone. Eso de pintar es un
pretexto para no trabajar. Y usted mucho cuidadito —le dijo a la Chuchi enarbolando el
índice de la mano derecha cerca de la nariz de la chica.
—Sí, señora —dijo la Chuchi.
—Está bien que una señorita aprenda acuarela
—siguió Quelita— o pintura sobre seda, total, después se casan y se olvidan de
esas pavadas, pero usted no es una señorita, no se olvide y manténgase en su
lugar.
—Sí, señora —dijo la Chuchi.
Y entonces llegó Carlos Maximiliano.
Carlos Maximiliano Bellefeuille, estoy deformando
un poco los apellidos por razones evidentes, es el hijo menor de mi hermana
Josefina del Carmen.
Josefina conoció a Edouard en un viaje, maldito
viaje decía mi padre, y Edouard la siguió por toda Europa y la raptó en el
carnaval de Venecia, juro que esto es verdad, y por supuesto se casaron, y
contra las expectativas de toda la familia fueron felices y vivieron en las
afueras de París y tuvieron montones de hijos. Nunca sé cuántos ni quiénes son
los Bellefeuille. Siempre aparece uno nuevo o una nueva y yo me hago el que lo
recuerdo perfectamente, querido sobrino, querida sobrina. Siempre alguno se
casa, siempre alguna tiene hijos, siempre algún hijo de los hijos toma la primera
comunión, en fin, es una suerte que vivan tan lejos y cuando voy a Europa, por
supuesto que ni me arrimo a lo de Josefina y Edouard.
Pero Carlos Maximiliano es otra cosa. Si yo nací
para la buena vida, y a Dios gracias me puedo dar el lujo de vivirla, Carlos
Maximiliano nació para seducir al mundo en general y a las mujeres en
particular, a todas y a cada una de ellas, y a Dios gracias se puede dar el
lujo de hacerlo.
Ni siquiera se lo propone. Avizora a una mujer,
de entre tres y noventa años, le sonríe, le dice algo, cualquier cosa, le hace
un gesto, le sugiere que ha llegado a su vida en el momento preciso, y ya está,
ya se puede ir tranquilo con la música a otra parte. Ni siquiera se enojan con
él. Lloran un poquito, guardan una flor entre las páginas de un libro y se
casan con un contador público nacional y tienen hijos y apuesto a que uno se
llama Carlos. O Maximiliano.
Quelita no era la excepción. Llegaba Carlos
Maximiliano y el humor de mi hermana mayor cambiaba y ella se convertía en una
dulce criatura que permitía que su sobrino tomara su mano entre las de él y la
guardara así largo rato mientras le contaba sus viajes y le decía que la
próxima vez, el año que viene, en julio que es el mes ideal, tenía que
decidirse e ir con él al Tibet o a Madagascar o al Congo y que ya iba a ver
cómo se iban a divertir los dos y cómo iban a ir a la playa a ver salir el sol
dorado mientras los tontos roncaban en sus camas y se perdían toda la magia de
la vida que sólo ellos, ellos dos, sabían apreciar.
Nunca supe cómo lo hacía.
Esta vez fue como las otras veces y Quelita y él
hablaban y se reían como dos chicos felices mientras toda la familia
aprovechaba el recreo y de paso se preguntaba lo mismo que yo: cómo lo hace,
cómo.
Esta vez sin embargo no fue como las otras veces
porque esta vez estaba la
Chuchi. La Chuchi que cuando vio aparecer a Carlos
Maximiliano, cuando vio su sonrisa y su pelo rubio y sus ojos color miel y ese
paso como de tambor mayor, elegante pero con algo de picardía; cuando oyó esa
voz y sintió esa risa y ese olor a colonia y a tabaco turco, se dio cuenta por
primera vez de cuán vasto es el mundo, cuán corta la vida, cuán misterioso el
destino, cuán maravillosos los colores de los sueños. No sé con seguridad nada
de esto: la Chuchi
nunca me hizo confidencias, pero la vi cuando ella lo vio y adiviné todo porque
yo, dado a la molicie, también o quizá por eso soy dado a la observación de las
gentes. La vi seguirlo con la mirada, vi cómo sus labios se separaban apenas,
cómo le temblaban las aletas de la nariz, cómo los ojos le brillaban, cómo las
manos hacían gestos inacabados, cómo tuvo que sentarse para no caerse al suelo.
La vi y por un momento tuve miedo. Pero después reflexioné y me dije que no
había cuidado. Y tuve razón. Era una buena chica: tuvo que haber sabido desde
el principio que no había nada que hacer, y se conformó como se conformaba con
los malos tratos de Quelita. Aguantó.
Él la sedujo como seducía a todas, a la princesa
de Von Traini y a Yolanda, a Quelita y a Isabelle, a su madre y a sus tías y a
la dependienta de la farmacia y a todas las mujeres que se le cruzaban. Le dijo
una cursilería como:
—Querida, usted es el ángel de la guarda de mi
tía. Todos somos felices de que usted esté aquí.
Y la
Chuchi , ella sí fue feliz. También le dijo:
—Pero querida, sus cuadros son pre-cio-sos. Usted
tiene un talento sutil que sólo las almas delicadas como la suya, ay, muy
pocas, pueden percibir.
Y la
Chuchi tuvo un ataque de pintura al óleo y pintó como
diecisiete paisajes y un retrato espantoso de Carlos Maximiliano con alas de
ángel y aureola, y terminó con todas las telas en blanco.
Como estaba enamorada hasta el caracú, tuvo la
osadía de ir a pedirle permiso a Quelita para seguir pintando sobre las telas
ya pintadas. Y como Quelita también estaba enamorada hasta el caracú, tuvo la
generosidad de decirle que sí, que pintara en donde se le diera la gana y que
se fuera de una vez que estaba por llegar Carlos Maximiliano.
Y en efecto, Carlos Maximiliano vino un día a
despedirse, se despidió y se fue.
Quelita empezó a los gritos porque las cobijas no
estaban bien estiradas y la
Chuchi corrió a arreglárselas.
¿Y la
Chuchi ? La vigilé durante unos días y no vi nada. No
suspiraba ni lloriqueaba en los rincones, ni se quedaba con la mirada perdida
ni se desmayaba de amor ni nada.
—Es una buena chica —dije.
Pero no dejaba de asombrarme. ¿Cómo era posible
que no sufriera? Me convencí de que sí, de que sufría y no se permitía
mostrarlo. Es una santa, pensé, santa aunque tonta.
Carlos Maximiliano ni siquiera escribió, claro:
nunca lo hacía. Pero la Chuchi
no salía a la puerta a esperar desesperanzadamente al cartero. Ni siquiera se
enteraba de cuándo llegaba el cartero. Quelita no le hubiera permitido ir a esperarlo
tampoco. La tenía zumbando como siempre y ella como siempre decía:
—Sí, señora, no se preocupe, ya se lo arreglo.
Eso sí: dejó de pintar, de modo que no tuve que
salir a comprar telas nuevas. No pintó más. Se sentaba en la antecámara y
esperaba a que Quelita se despertara y la llamara. A veces revisaba libros
buscando alguno para leerle a Quelita. A veces bordaba pero Quelita se lo
prohibió porque dijo que se le podía caer una aguja y eso era peligroso porque
ella, Quelita, podía sentarse encima y clavársela y que las agujas se mueven en
el interior del cuerpo y si llegan al corazón lo pinchan y una se muere.
También intentó tejer, la
Chuchi , pero Quelita le dijo que dejara eso, que parecía una
chusma de barrio de esas que se sientan en la vereda a criticar a las vecinas.
No sé de dónde sacaba la analogía, pero la Chuchi tuvo que dejar de tejer y quedarse ahí
nomás, sentada, esperando que Quelita se despertara de la siesta.
Una mañana, sin necesidad de que ninguna aguja le
pinchara el corazón, Quelita amaneció muerta.
La encontró la Chuchi , que entró al dormitorio intrigada porque
la campanilla no sonaba y el chocolate se iba enfriando en la chocolatera. Le
cerró los ojos, la fue a buscar a Marta y cuando la vio se puso a llorar. Marta
casi se desmaya de la sorpresa: ¡la
Chuchi llorando! Consiguió que le dijera lo que pasaba, subió
al dormitorio, me llamó, en fin, que la muerte se instaló en la casa y todos le
hicimos lugar. Marta llamó a Josefina y se enteró de paso de que Carlos
Maximiliano estaba en Italia.
Después la consolamos a la Chuchi , cosa que nos costó
bastante trabajo. Cuando conseguimos que dejara de llorar le hicimos dar un té
de tilo y la mandamos a acostarse. Pero igual, silenciosa y como pidiendo
permiso, se instaló junto al cajón y la veló como hubiera velado a su madre.
Lloraba de a ratos y de a ratos se quedaba como adormecida y después levantaba
la cabeza y miraba las coronas y los velones, y en uno de esos momentos la vi
como lo que no era, qué raro. Llorosa y con la nariz colorada y los párpados
hinchados, a la luz de las velas parecía bella. Los ojos resplandecían y el
pelo alborotado le hacía como una corona de trigo y luz. Y vi que en realidad
era bella. Tenía rasgos diminutos y finos, una boca suave y una nariz recta con
personalidad y una frente limpia y ancha. Pensé que hubiera sido una envidiable
modelo de pintores, y que era una lástima que nadie la hubiera pintado no como
ella pintaba sus monigotes sino en serio, con los colores de un Fra Angélico,
con el drama de un Géricault, con la serenidad de un Ingres. Se me ocurrió que
yo, que nadie, nadie sabía si tenía madre, padre, familia, alguien. Que no
sabíamos adónde iba las tardes de los jueves y las de domingo por medio. Pero
no era momento para preguntarle y la dejamos estar ahí toda la noche y venir
con nosotros al cementerio. Marta la hizo figurar en el anuncio fúnebre:
"su fiel servidora, Natividad Lavallén".
Al día siguiente la Chuchi dijo que se iba.
Marta, todavía conmovida por el cariño que por lo visto le tenía a Quelita a
pesar de todos sus maltratos, le dijo que si quería quedarse unos días hasta
que encontrara otro trabajo, que se quedara, y que le daríamos las mejores
referencias que se pueden conseguir en este mundo. Ella agradeció, aceptó las
referencias, pero dijo que se iba y que quería hacernos un regalo porque
nosotros habíamos sido tan buenos con ella.
—Pero no, Natividad —dijo Marta—, usted no nos
tiene que hacer ningún regalo. Nos basta con lo maravillosamente que la atendió
a mamá.
Por lo visto la Chuchi había vuelto a ser Natividad por obra y
gracia de la muerte.
—Sí, señora Marta, sí, no me prive de que les
deje algo mío.
—Bueno, si es así —dijo Marta—, sea lo que sea,
se lo agradecemos mucho.
Y la
Chuchi nos regaló sus cuadros. Bueno, no todos. Nos regaló
más o menos una docena. Los mejores, dijo ella. Los otros se los llevaba ella
para tenerlos de recuerdo de los días felices que había pasado en la casa.
¿Días felices?, pensé yo. Y, sí, se había enamorado y supongo que eso es la
felicidad, aun cuando se trate de un amor peor que no correspondido, ignorado.
Suspiré y la besé cuando se fue.
La vida siguió, parecía que como siempre. Digo
que parecía, sólo parecía, porque algo me molestaba y con el tiempo me di
cuenta de que ese algo era la
Chuchi. Casi suspendí mi buena vida para pensar en ella.
Ahora que no estaba me daba cuenta de que había algo incongruente en la Chuchi. Era una buena
chica, una santa, medio tonta. Me repetí eso una vez y otra vez y finalmente me
dije no, no puede ser.
Pero me quedé ahí, no pude sacar conclusiones,
sólo podía decirme que nadie puede ser tan tonto como para dejar que lo
maltraten por unos pocos pesos cama adentro trabajando mañana tarde y noche y
sin recibir un estímulo, una palabra amable, gracias, Chuchi, qué bien, nadie me
tiende la cama como usted, qué rico está el chocolate, si no fuera por usted me
olvidaría de tomar las píldoras. ¿Por qué había aguantado tanto la Chuchi ? ¿Por qué había
permitido que le dijeran Chuchi que es un ridículo nombre casi de perro cuando
ella tenía su precioso nombre, Natividad o incluso Nati? ¿Eh? ¿Por qué? Vaya a
saber. No había sacado nada de tanta servidumbre, de tanta sumisión. Nada salvo
unos cuadros horribles pintados sobre las telas usadas que Esteban había traído
de París.
Me fui olvidando del asunto. No supe nada más de la Chuchi. Me acordé de
ella mucho tiempo después cuando vi en los diarios la subasta en Sotheby de
siete cuadros que se habían vendido a precios siderales, entre ochocientas mil
y novecientas mil libras cada uno. Habían sido de un coleccionista sudamericano
cuyo nombre no se daba y eran perfectamente desconocidos y perfectamente
auténticos, sin papeles, pero aptos para pasar todas las pruebas. Una situación
no muy acostumbrada para Sotheby, pero que había resultado un gran negocio,
tanto para los rematadores como para la persona que había llevado las obras. A
la perinola, pensé, seguro que los cuadros de la Chuchi no se venderían ni a
cinco libras cada uno. Había dos Picassos de la primera época, un Aduanero
Rousseau, tres Juan Gris y un Matisse increíble, todo anaranjado y azul Francia
con estrellas doradas en collage y la silueta en negro de una bailarina que
levanta los brazos y echa hacia atrás la cabeza riéndose con una boca granate
llena de dientes blancos. Estaba la foto en colores en el suplemento del
diario. Qué no daría uno por tener ese cuadro en su casa, qué no daría.
Pasó. Volvió el recuerdo de la Chuchi cuando supimos que
Carlos Maximiliano se había casado en Londres con una muchacha que Josefina
todavía no conocía. Pobre Chuchi, dijimos con Marta, menos mal que no se enteró
del casamiento del objeto de su amor.
—¿Te acordás del retrato de Carlos Maximiliano
con alas de ángel? —le pregunté a Marta.
Nos reímos un rato.
Algo hizo clic en mi cabeza. No, no en mi cabeza,
en mi estómago, y no era gastritis. Pero Marta dijo:
—¿Ese fue uno de los que nos regaló?
—No —dije yo—, a ése se lo llevó.
—Ah, claro, cómo no se lo iba a llevar como
recuerdo, pobrecita.
—Era una buena chica —dije yo.
Y el momento pasó y el clic se quedó en clic.
Hasta que una noche, a las tres de la mañana, me
desperté sobresaltado y me senté en la cama como si me hubieran puesto un
resorte en el traste. No había tenido una pesadilla. Estaba durmiendo solo,
cosa que me sucedía desde hacía un tiempo con mayor frecuencia que antes, y
algo había caído sobre mí como un rayo. Era el clic.
Sí, había estado pensando eso mientras me iba
durmiendo. Y había seguido pensando: bueno, pero no la puedo contratar, ahora que
se ha casado con Carlos Maximiliano. Y me había dormido.
¿La
Chuchi casada con Carlos Maximiliano? ¿De dónde había salido
esa idea? ¿De dónde habían salido los cuadros que se vendieron en Sotheby? El
clic se convirtió en una sinfonía. Una sinfonía es ese texto musical en el que
todos los hilos que despliega el músico al comenzar y que forman una trama que
se abre y resuena hacia la mitad, se unen al final en un nudo apretado en el
que la orquesta a pleno dice con cuerdas, vientos y bronces y percusiones la
frase final.
En ese gran finale
Carlos Maximiliano había visto en el altillo los cuadros de los amigos
atorrantes, viciosos y holgazanes de Esteban, a saber Picasso, Gris, Rousseau,
Matisse, todos fumando opio, todos tomando ajenjo, todos cambiándose sus
cuadros, vendiéndolos por monedas o por comida y vino, regalándolos a los
amigos o a Gertrude Stein y su Alice B. Toklas en las calles de Montmartre.
Carlos Maximiliano no era tonto ni era un santo ni era un buen chico. Y la
buscó a la Chuchi ;
no sé, hasta hoy no sé quién era la
Chuchi , dónde la encontró, pero es mejor así, y además uno ya
lo sabe, todos los seductores tienen un amor al que vuelven siempre y yo había
alcanzado a verlo esa noche, la del velorio de Quelita, y no me había dado
cuenta de nada, idiota de mí. Había visto a la verdadera Chuchi, no la santa,
no la buena chica sino la preciosa criatura a la que el seductor siempre
volvía.
Una actriz estupenda. Pero entonces, el premio
era importante y les iba a caer a las manos sin ninguna duda: Quelita era mucho
mayor que yo, una hipertensa con un corazón grande y pulmones que ya no le
servían para mucho. Se iba a morir en cualquier momento. Lo decía a cada rato y
uno ya no le llevaba el apunte. Pero se murió y la Chuchi nos regaló las telas
nuevas y se llevó las usadas de recuerdo. Las hicieron limpiar, las llevaron a
Londres, las vendieron, se casaron, y probablemente Josefina conocerá a su
nuera bajo otro nombre, no el de Natividad ni el de Nati ni, mucho menos, el de
la Chuchi.
A las cuatro de la mañana de esa noche, frente a
una taza de té, solo como nunca, me dije que era una lástima y que tal vez yo
terminaría dentro de no mucho tiempo en las manos de la amazona aguerrida con
cara de bull-dog o en las de la rubia gorda y plácida, pero ya jamás en las de la Chuchi.
De Cómo
triunfar en la vida (1998)
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